Educar es sacar lo mejor de uno, es saber atender a las necesidades del niño de forma personalizada. En este proceso, no sólo es importante lo que decimos, sino también lo que pensamos, y sobre todo lo que hacemos.
Los niños tienen la necesidad innata de conocer y experimentar. Tienen capacidad de asombrarse ante todo lo que les rodea. Viven el presente y disfrutan de lo que tienen delante: una flor, una hormiga, una piedra…Y según los filósofos griegos, el asombro es fuente de conocimiento. Sin asombro no hay interés ni aprendizaje.
Esa es su naturaleza, un privilegio que podemos mimar. Y si realmente queremos lo mejor para ellos, que no me cabe la menor duda, algo debemos cambiar. Porque con el tiempo, vamos perdiendo la capacidad de asombro, la motivación por el aprendizaje y la valoración del esfuerzo.
¿Qué podemos hacer para favorecer la capacidad de asombro? Evitar sobreestimularlos con interminables y variadas actividades extraescolares, que les deja sin tiempo ni ganas para desarrollar su creatividad o simplemente jugar. Y por juego no sólo entiendo los de internet o videoconsola, que están bien, pero para un ratito, porque como todo, en exceso perjudican. Provocan sedentarismo y aislamiento, entre otras cosas. Me refiero a juegos tradicionales, con amigos físicos, no virtuales, y en contacto con la naturaleza.
Potenciar esa capacidad innata del niño, sin ahogarla, tiene beneficios para su desarrollo, mejorando su propia valoración personal, y estimulando su interés por aprender, su motivación y capacidad de reflexión.
Y es más, nosotros los adultos, padres y educadores, podemos aprender de ellos, de eso de vivir el presente con intensidad, de asombrarnos día a día, y de su capacidad para fluir. Porque como decía Joseph Joular, “enseñar es aprender dos veces”. Todo un reto